sábado, 23 de enero de 2010

LA MANERA DE CALLAR


Hace varios meses, entraba yo a mi casa cuando me encontré a varias vecinas revoloteando junto a una chiquilla, hija de una de ellas, que lloraba desconsoladamente. Sentada en el poyete de su puerta, escuchaba a su concurrencia, pero por más que le decían, aún más clamaba. Me acerqué –no ya por mi curiosidad, que también- sino porque me pillaba de paso… Mis sospechas de que algo grave ocurría se desvanecieron cuando fue la propia madre quien, riéndose, se dirigió a mí y me dijo “Rafael, ¿a qué tú le das tu parte del patio a mi niña? ¿A que sí” Ante mi cara de perplejidad, continuó “ Nada, que una amiga se ha enfadado con ella, y le ha dicho que a partir de ahora no la deja jugar más en el patio de la comunidad, porque el patio es suyo, así que se ha venido para acá enmorecida...” Claro que le contesté que mi “parte” del patio se la regalaba yo encantado por el tiempo que hiciera falta; que el patio sería de su amiga, pero mío, por ejemplo, también debía ser un trocito, vamos. En estas me fui, sonriendo cómplice a las testigos de la conversación. Qué tontería, ¿verdad? Cuando éramos chiquillos había que soportar alguna que otra vez los abusos de autoridad a los que nos sometían los Maestres, Manolitos o Fernanditos de turno: que si en el Llano no juega más al fútbol vuestro equipo, que si no os permitimos las carreras de bicicletas… Como aquella cabaña en la esquina del puente que nos derribaron porque sí, o los volcanes que nos expropiaban para fumarse al calor del fuego los primeros cigarritos… Qué tonterías, pensé, en fin, cuando abrí la puerta y me metí en mi casa, pensando, por último, que cualquiera hacía callar a la protagonista de esta historia con argumentos más lógicos o fiables.

1 comentario:

L dijo...

En esa fase de "el patio es mío" se quedan muchos. Hoy más que nunca se necesitan lecciones de empatía.