martes, 21 de octubre de 2008

ROMA, FLORENCIA, VALME

En el diario personal que comenzamos el pasado 11 de octubre, los días se han hecho acaso más singulares, el tiempo se ha parado pese a la alarma de los relojes; hemos pasado de contemplar la maravillosa mano del hombre occidental para, tras seis días de ajetreo, reencontrarnos con la realidad de lo cotidiano, aunque sea un acontecimiento que sucede cada año con pulcra exactitud. En Roma, aquel peligro para caminantes según Alberti, hemos encontrado viejas fotografías de instituto sobre los libros de texto. No contenían esas imágenes pretéritas, empero, fragancias reveladoras que salían de trattorías, ristorantes o tiendas de poca monta. Se vive allí mucho antes que en España, y como ejemplo purificador, seguro que nadie es capaz de rebelarse ante la rutinante velocidad de la ciudad eterna, porque el tiempo es oro y sus rincones, muchos. Visitamos aquella ciudad sumergida que rescataron los Papas, la Antigua, repleta de añicos que son cubiertas de mármol donde se reescribe la historia. Nos sentamos en el último o penúltimo banco de Santa María la Mayor, del Pópulo, Ara Pacis, Trastevere, Santa Cecilia, San Juan de Letrán, o San Clemente, en donde comprobamos la leyenda del tiempo en dos sótanos que resumen entre tinieblas casi dieciséis siglos de fe. Hemos visto de Roma a amigos de la infancia que estudian allí para hacerse más grandes. Visitamos la plaza de Navona, las escalinatas de España o Piazza di Fiori, en donde siempre recordaré el lienzo que no me terminé de llevar. Parecía foto, cuando era pintura...

Un saludo al Santo Padre en San Pedro, y ganas de ponernos de rodillas en la Capilla que mandó pintar Julio II. Penitencia tras subir a pie más de 500 escalones y admirar un poquito más de cerca el horizonte romano. Por tres noches consecutivas vinos tirar monedas a la Fontana de Trevi, santuario de regreso para dar descanso al viajero, helado en mano. Y en éstas, Florencia nos regaló en varias horas la mayor conjunción de arte por metro cuadrado, con su Duomo de par en par, su puente viejecito y coleando, un tren con cierto retraso, los Ufizzi con mala cara, o los Miguel Ángel por doquier dándonos otra vez la bienvenida. Enriquecidos por lo humano y lo material, las horas de avión se hicieron más lentas. Esa semana, la tercera de octubre, es muy especial si se es de Dos Hermanas. Por eso hicimos Quinario entre turbulencias y duermevelas en un avión de regreso. No llegué a verla en las Vísperas, pero cuando enfiló Botica, la mañana del domingo despuntaba y ahí estábamos como cada año, siguiendo su camino de flores rizadas y aromas de nardos. No hay nada como sentirse en tu propia casa.

1 comentario:

J10 dijo...

Me alegro de que te haya encantado cada rincón romano y florentino indispensable para el viajero que no encuentra tantos peligros como profetizaba Alberti. ¡Es bonita Florencia! ¿verdad, hermano? Uno termina comprendiendo mejor el cosmopolitismo de Rubén a cada viaje. Enhorabuena por la ida y por la vuelta, chaval.