jueves, 18 de febrero de 2010

SÍ, CLARO, A COMER


Ponen en la tele, a esa hora en la que normalmente terminamos de almorzar, un sugestivo programa de cocina. No de la alta, sino de esos manjares que se preparan en toda casa de vecino, los platos suculentos –la intención es lo que cuenta– que gusta preparar cuando llegan invitados a sentarse en nuestra mesa. La dinámica del concurso, que de llevarse tres mil euros se trata, consiste en el encuentro de cinco desconocidos que van haciendo de comensales de sus contrincantes-compañeros a lo largo de cinco noches. Desde la temporada pasada, me confieso seguidor del programa. A uno, al que la cocina le trata con desprecio aunque yo lo haga de usted, me maravilla ver las cosas que personas de carne y hueso son capaces de preparar para agasajar a sus concurrentes. Recuerdo que al principio de la serie la atención primaba –lógicamente– en la degustación de los primeros, segundos y postres. Algunos, más ocurrentes, solían pontificar sobre el vino usado, la decoración de la mesa y cosas por el estilo. Así fueron cayendo las hojas del calendario, haciendo de Ven a cenar conmigo un espacio entretenido, didáctico y blanco. En ocasiones, el premio del viernes casi era anecdótico. La gente abría las puertas de su casa para disfrutar del menú y tal... Al final de la temporada, todo fue empobreciéndose. Los participantes votaban cueles suspensos sólo porque veían, en fin, que la evidencia de una buena cena les dejaría sin premio. Llegué a ver a gente que, cual niño consentido, despreciaba tal o cual receta aduciendo que no le gustaba… He visto poner cero sobre diez sólo porque “es que me cae mal”, o lindezas como “no me ha gustado la cena por lo nerviosa que estaba la anfitriona” y así. Dosis, claro está, que nos acercan de lleno a los bajos fondos, la miseria del ser humano, capaz de transformar un ejercicio sano (la buena mesa, la conversación, por qué no, la amistad) en un estercolero de envidias, ataques por la espalda, burla descarada hacia quien se esfuerza en caer en gracia… Y todo por un puñado de euros. El negocio es redondo. La televisión se lucra más con programas con formato granhermano, mientras que los protagonistas por un día hacen oposiciones –efímeras eso sí– a ser cualquier Belén Esteban, Nicky, Amor o alguno de éstos. Así nos va. Y yo, que apenas me trato en confianza con la cocina, que no me veo ahí, que no me veo.

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