lunes, 28 de enero de 2008

DIVINA DE LA MUERTE


En estos momentos está otra vez en boga (y van...) los últimos instantes de vida de la archiconocida Carmen Ordóñez. Pasados tres años y medio de su óbito, su íntima amiga, una tal Eva Carreño, echa a la palestra un poco más de su casi apellido en los medios. Que si estaba acompañada la mujer por gente chunga la noche postrera, que si era drogodependiente, la puerta de su habitación cerrada por dentro... Un poco más de lo mismo para ensuciar la memoria de aquellos que, bien o mal, dejaron de pertenecer al mundo, y también el del peor llamado corazón, claro. Mirando a la señora Carmina en sus últimas apariciones, recordé lo rápido que se me pasó ese tiempo tras su fallecimiento. Está tan presente en la tele o las revistas, que su ausencia no se advierte lo más mínimo. Con todo, mientras soportaba barbaridades injustificables acerca de su final, presencié en Antena 3 imágenes de sus últimas apariciones en público. Esa mujer tan avejentada, con la mirada perdida por tanta droga, enjuta y decadente en su mal llevada madurez, me hizo recordar la única vez que la vi en persona. Era el año 1990, cuando, en una esquinita de Domingo de Ramos, creo verla ahora junto al paso de la Hiniesta, cerca de la Alameda. Y allí estaba ella. Por su puesto, yo no sabía quién era. Germán, uno de los precursores en mi empedernida curiosidad, me lo dijo. Era una joven y apuesta treintañera, con unos vaqueros celestitos, camisetita blanca y gafas sujetando su melena morena. Recuerdo perfectamente que llevaba unas zapatillas rojas de cordones, tan de moda en aquella época, pero sin cordones, naturalmente. La miré entre toda la gente. La perseguí con los ojos sanos de un adolescente, contemplando ese misterio que irradiaba por aquella época. No salía en la televisión, siquiera en la prensa. Tenía una luz en su rostro que invitaba a ser contemplada. Durante un manojo de segundos, sentí de verdad que era aquello que responde al nombre de belleza, alejado del de una simple mujer guapa, vestidos de gala, maquillaje o la molesta pero sugerente popularidad. Con esa evocación se me bañaron los ojos de lágrimas el otro día, tres años y pico después de su muerte. Me lamenté, otra vez, porque la decrepitud nos espera a cualquier hora. Ella no estuvo alerta. Que descanse en paz.

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