jueves, 18 de septiembre de 2008

ESTA HISTORIA COMENZÓ DONDE LA FOTO

Hoy me ha venido a la memoria un recuerdo que ocurrió a mediados del año 1999. Bien podría ser en primavera, porque el sol ligero de la capital sevillana es inconfundible, sólo sería comparable con el otoño pacífico que disfruté en aquel 1998. Cuando se trata de cursos escolares, no diferencio pasado un tiempo prudente estas dos épocas tan inciertas, que tanto agradan a todos. Iba un servidor montado en el Tussam, cansado de una larga mañana de sábado estudiando sin saber con certeza con qué final (feliz). A mi lado, se me sentó un anciano, no de ésos que van con bastón o cabizbajos, de andares inseguros o mirada perdida. El señor que se dirigía a mí era jovial, torrencial en su voz incandescente. Me miraba con ojos de niño, pese a que mi distracción estaba fuera, a través de las ventanas del colectivo. Por ello me sorprendió contándome sin más demora su historia. Resulta que guardaba láminas de cuadros, o fotos de revistas que le gustaban por su colorido, cosas bonitas, como él me decía, y como ese tesoro que fotocopiaba y ampliaba en la imprenta cercana a su casa debía almacenarlo convenientemente, se le había ocurrido la mañana en cuestión pasear por el centro para comprar su bálsamo de cuero, acabado en finas esquinas doradas, que abrazaba gozoso entre las manos. Miré el maletín, reluciente y de una calidad fuera de toda duda. Era un portafolios de auténtico lujo. Estaba exultante el viejo, era de un feliz contagioso. Me lo abrió para que comprobara cómo introduciría allí sus sueños, trozos de papel satinado que coleccionaría para siempre. Con la mano me hacía ese movimiento definitivo, como si reviviera por anticipado lo que haría llegado a casa. Me mostró un solo pero, el detalle insignificante que le separaba de su objetivo. En el interior del portafolios estaban cosidos tres bolsillitos para meter bolígrafos. Ufano, me dijo que los despegaría sin mayor problema. Pero entonces comprobé al fin lo que me temía. Aún se apreciaba en una esquina del interior el precio. Nada más y nada menos que 25.000 pesetas. Me estremecí. Un pellizco por dentro me hizo sentirme muy mal. Pensé que los bolsillos interiores para los bolis, inservibles para él, dejarían una marca perpetua en el portafolios porque iban cosidos. Me imaginé al mismo anciano contando al vendedor simpático de la tienda el para qué de su visita. Nada mejor que ese instrumento de ejecutivo para guardar fotos hermanas. Y qué más le daba al viejo el dinero, medité. Cuánto habría ganado el dependiente si lo necesitaba. Pero sentí el escalofrío de la mentira. Se me encogió el corazón porque alguien quiso aprovechar tanta tajada de una bondad sin fisuras. Alguien, en fin, hizo caja a costa de la inocencia. Y aún lo recuerdo en algunos ratos perdidos, cuando viajo en coche o me asaltan ideas dispares cuando corro por el parque. O también ahora, que me siento un poco como aquel día, cuando me parezco un poco a aquel viejo que, sin saberlo, llevaban de un sitio a otro confundido, sin capacidad para defenderse.

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