jueves, 2 de septiembre de 2010

ESCAPADAS


Recuerdo muy bien a Laurent Fignon en aquel televisor armatoste de principios de los años 80. Era el Tour entonces una carrera misteriosa, maldita para los españoles, inabarcable habida cuenta la falta de medios nacionales. Cada día podía suceder alguna cosa, por lo general, contraria a los intereses patrios. Rara era la tarde en la que me olvidaba de la piscina y me sumía en ese mundo multicolor de cuestas y bajadas a tumba abierta. Sí, porque en esos términos agonísticos, la pobre ilusión de los corredores del Reynolds, del Zor, o del Teka… era acaso ganar una etapa, o intentar una triste escapada algún día de refilón. Las altas conquistas veían siempre de la mano de nombres extranjeros, equipos impronunciables, maillots amarillos o de lunares. Poco a poco fui conociendo aquel universo de la sobremesa. Surgió como de la nada un tal Perico Delgado, que hacía frente como buenamente podía ante figuras tan poderosas. Así conocí a aquel tipo de melenita rubia y gafas redonditas, que jamás se quitaba sobre la bicicleta. Ganó dos Tours, pero poco después desapareció casi por completo algunos años. Por depresión, escuché. Volvió a resurgir a final de los 80, e incluso ganó aquel Giro de Italia entre la niebla y los muros de nieve que caían por los Dolomitas. Cuánta geografía he aprendido del ciclismo sin esfuerzo. Era Lauren Fignon un enemigo asqueroso. Un tipo antipático, mezquino, brabucón y prepotente. Aparte de grosero (se hizo famoso su escupitajo a la cámara de televisión que le seguía a la entrada de un hotel), era el ciclista con menos simpatías del pelotón. No le importaba. Hacía poco por remediarlo. Proyectaba una imagen que cuidaba muy poco. Tenía pocos amigos. Una ojeriza tal a los ojos de los demás que lo hacía solitario, desconfiado, rechazable. Nació hace 50 años y en estos días me entero de que ha muerto. Sospeché que ya lo estaba hace algunos meses, cuando le diagnosticaron un severo cáncer de páncreas. Se ha marchado, aunque reconozco que para mí se había ido ya, cuando yo mismo festejé el Tour de Francia que perdió por sólo ocho segundos, o cuando Induráin, ya en el año 1991, le sobrepasaba en una contrarreloj y me reía de tamaño ridículo. Fignon. Aquel ciclista galo que jamás me motivó una palabra de aprecio. Su figura era la del eterno antagonista. Sé que no vale de mucho en estas circunstancias, pero si nunca dije esto ahora, sí que lo pensé: era constante, obstinado y voluntarioso hasta el final. Creía firmemente en sus posibilidades, y era incapaz de dar su brazo a torcer. Era de ideas fijas. Por eso, cuando me entero de que se muere, me da rabia pensar que con él terminó aquella época de gente inmensa que lo daba todo para conseguir lo que se proponía. Y es que, así como en el deporte como en la vida, parece que hacen falta tipos así para darnos cuenta de que su sola presencia nos mueve, nos rebela. Quizás él lo supiera, y actuaba en consecuencia. Hace poco dijo que no le importaba dejar de vivir, que había disfrutado de la vida lo bastante. Su colega Anquetil, cuarenta años antes, se burlaba en el lecho de que en la carrera de la parca también llegaría por delante de los rivales de toda su vida. Fignon quizás sabía de aquello. Se ha ido con la cabeza muy alta, sin comedia lacrimógena. Sin perder. Le ha sobrado coraje. Descanse en paz.

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