domingo, 22 de junio de 2008

TRES CARAS QUE MIRAN


El otro día volví a visitar la exposición de Joaquín Sorolla ‘Visión de España’ que hasta el día 29 de junio aún se puede contemplar en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. En la capital, a las nueve de la mañana de un domingo cualquiera no suelo estar por costumbre (más bien, es prácticamente imposible), pero por razones ajenas, aunque cercanas, me vi allí solo (sin compañía de otros). Sin aderezos aparentes (Feria, Semana Santa, alguna fiesta en especial...), me resultó sorprendente la cantidad de personas que comienza a hacer suya la Ciudad de la Gracia, tan temprano. A esas horas crucé el dintel de la puerta, donde miles de personas han incrementado mucho el número de visitantes del antiguo convento capuchino; lejos queda ya el segundo día de mayo. De la colección española que el valenciano hizo a primeros del siglo XX para la Hispanic Society of América, el audaz visitante podrá comprobar escenas sevillanas (las cofradías, el baile, la Maestranza...) y otras procedentes de Elche, Guipuzcua, Ayamonte, Castilla y Extremadura... Un realismo impresionista aúna a todas las obras, de dimensiones mayúsculas tanto por su tamaño como por el tratamiento del color, las luces y sombras, su composición final. Con todo, sabía de antemano lo que me iba a encontrar. Más bien, esta vez iba buscando yo. El asunto que me trajo allí, en definitiva, se forjó en la primera visita. Como si fuéramos el pintor (nosotros, sí, pintores también a nuestra manera al ponernos delante del cuadro) testigos de la escena que se representa en cada mural, llama la atención el hecho de que son los protagonistas quienes interrumpen su labor, acaso un segundo, y son ellos los que nos miran, cómplices. Necesitaba volver a encontrármelos, porque en la primera visión que de ellos tuve, hubo tres seres humanos, dos andaluzas y una castellana para más señas, que me dejaron en la mente borrosa de la primavera la imprecisa ilusión de que, tal vez, los conociera de toda la vida... Y así fue.



Por eso, aquí les presento a una señora de traje negro, riguroso luto y mantilla. La mirada al frente, segura de que su edad y condición le permiten ir tan cerca del paso. Es esta sevillana una practicante sumisa, engreída porque se sabe merecedora del Cielo y mucho más: es de misa y comunión diaria. Recela de los incrédulos y odia a los de la otra acera. Hay en su mirada un aire de superioridad. Dios está de su lado. Hoy quedan pocas, pero las hay de abanico en verano y perfume todo el invierno. De laca y moño en todo lo alto. Rosario en mano, número implacable del ejército del Señor. Quiere a su hijo bien colocado y a su hija bien casada. Que los domingos el almuerzo familiar es sagrado. En su casa, que es la de todos, la que manda es ella.



En la Fiesta del Pan, la algarabía irrumpe en medio del llano. Procesión de mulos y caballos con lo más granado. Hombres, mujeres que acompañan, y niños con pandereta; ganas de corretear entre sacos y carros. Todo el mundo hace algo aquí: bien acaba de llegar y se suma al gentío, o acaso descansa satisfecho mientras admira el espectáculo que circula a su alrededor. Pero ella no. Ella me está mirando. Se trata de una chiquilla, una moza cualquiera castellana de sol curtido en tez morena, tersa, radiante. Se sienta en medio de la escena y te transmite una serenidad deslumbrante. Aparece sentada. Sus labios parecen apretarse buscando la palabra adecuada, ojos como platos y mejillas sonrosadas invitan al amor. No sé si busca compañero: lleva un recién nacido en brazos, rodeado por una mantita roja y blanca que jamás imaginó para él. Os aseguro que esa cara, que tanto enamora o invita a mirarla sin más, es la misma de una niña (que lo era, igual ya hoy no) que conocí en Alcalá de Guadaíra.



En la fiesta, lo que más aprecio de las personas es su sonrisa, más que su risa. A mí, que tanto me cuesta conseguirlo en este tipo de ambientes en los que la música y el baile son plato principal. Y es que me parece que ahí radica la felicidad más efímera, pero verdadera. De las dos parejas, la morenita de la izquierda regala al espectador su inocencia. Una ilusión que se torna en el júbilo del primer día. Quizás vaya estrenando el traje, su primer traje. Tal vez sea, no se extrañen, el de una vecina, su prima, o el de su hermana mayor. Pero no hay en su mirada nada más que una mezcla de bienestar y candor. Ojalá no termine la música nunca, sus ojos no se tornen, sus vuelos no se derrumben y su sonrisa, duradera, sea para toda la vida.

1 comentario:

J10 dijo...

Me ha encantado el comentario sobre la señora de negro sobre fondo negro. Hay tantas así... y tú has sabido pintarlas mejor que Sorolla.
Un abrazo.