domingo, 4 de mayo de 2008

ASCLEPIO ERA BUENA GENTE

He leído por casualidad la historia de este hijo del dios Apolo, salvado de chiripa por su propio padre de la pira funeraria de Corónide. Resulta que la osada, estado ya embarazada de aquél, se enrolló con un mortal, y se formó un buen escándalo en el Olimpo. Respetando una cuidadosa educación a cargo de un centauro, Asclepio aprendió el arte de la medicina. Dedicó su vida a sanar a los mortales, e incluso -ahí estuvo el problema- a resucitar al personal así, por su cuenta. Este pequeño detallito no pasó inadvertido por Zeus, que lo fulminó del un rayo porque le dio la gana, y porque de paso, reestablecía el orden del universo, que no iba a venir un cualquiera a colapsar la Tierra y dejar el reino de Hades de lo más aburrido. Resulta que el culto a Asclepio creció como la espuma en la Antigüedad, porque hasta muerto el tío sanaba a la gente que se lo visitaba a sus santuarios. En Roma, los peregrinos se echaban a dormir allí, y en sueños, el primer galeno de la historia recetaba lo adecuado para la pronta curación (Hipócrates, se cuenta, fue descendiente de su prole). Es ahora, en pleno siglo III antes de Cristo, cuando los romanos lo simbolizan con la serpiente que se enrosca en un tronco. No sé cuál sería la causa entonces, pero veinticuatro siglos después, cada vez que paso por una farmacia pregunto qué demonios significará ese simbolito. Como es natural en un ser de este calibre, tuvo varios hijos (médicos, claro está, del lado griego en la Guerra de Troya). Sus hijas, conocidísimas, son Higía (Higiene para los amigos) y la singular Panacea, que, pese a que alardea de ser el remedio universal, no hay dios, semidios o mortal que se la haya encontrado un día de frente y no le haya pasado de largo sin ni siquiera decir adiós.

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